miércoles, 27 de abril de 2011

La joven con un nido de arañas en la cabeza por Oly

El autobús venía con retraso.

Pensó en robar un coche, una moto. Incluso el patinete de aquel niño que jugaba distraído mientras su madre compraba unos billetes para ir… quién sabe a dónde.
Soñó con tener alas. Fantaseó con volar, con tener ruedas en vez de pequeños pies calzados con sandalias. Lo que fuera por salir de esa ciudad que tanto le había robado y tan poco le había permitido.
Allí estaba aquella joven, esperando en esta sucia estación por un autobús con aura de libertad. Para ella ni siquiera un viaje de ácido en las venas podría llevarla tan lejos.
Sólo ahora que su rostro se difumina en mi memoria y que sus sandalias huyeron rumbo a otro lugar me pregunto dónde iría.
Playas de arenas blancas; espesos bosques en los que, de repente, se abre paso un claro de cuento de hadas; enormes ciudades – ¡casi países! – de luminosas luces que simulan días eternos y noches de ficción.
Alguna vez he creído ver ondear su pelo entre el humo de esta estación, enjaulado de nuevo en un ir y venir de gentes – con o sin rumbo, tanto da –. Pero la esperanza que encontré en aquel bar, rota, hecha añicos mientras la gente bailaba sobre ella – palpitante y sangrante –, me hacía seguir imaginando sus sandalias sobre suelos distintos a cada paso.

Veinte minutos después el autobús seguía sin llegar.

Esperaba pacientemente, aunque con prisa en la mirada. Su pelo parecía seguir ese impulso de echar a correr. De la mochila sacó una chocolatina, se comió la mitad y guardó el resto. Llevaba todo cuanto necesitaba en su mochila gris. Parecía vacía, y aún así sabía que no necesitaría nada más.
Un par de camisetas, una chaqueta, un pantalón, bragas… Todo eso veía revuelto en su mochila a través de la oscura tela gris. Nadie que huyera necesitaría más, sólo un largo camino por delante haría feliz a aquella joven. Pensó en sí misma andando esa carretera, siguiendo la línea continua del suelo: un pie, luego otro. Miraba sus sandalias con anhelo, esperando que éstas se transformaran en un horizonte sin fin.
Ahora sé que su pelo entre los andenes de esta sucia estación es una alucinación. La carrera que hacían sus mechones por huir del humo y las miradas sólo la vi una vez. Y
resulta extraño lo poco que me pregunté sobre ella en aquel momento y lo mucho que le echo en falta ahora.
Se levantó del suelo, estiró las piernas y su pelo parecía correr más. Encendió un cigarrillo llenando aún más de humo esta sucia estación. Con cada calada parecía que quemaba un “te odio” más, y expulsaba todos los agravios recibidos de este lugar cuando el humo ardiente del cigarrillo resbalaba por sus labios.
Ahora ya no esperaba paciente. Todo su cuerpo tenía la misma prisa que ya habían mostrado sus ojos y su pelo.

Anochecía. El ruido de un motor advertía de la llegada del autobús.

A penas si hubo estacionado en el andén y sólo alcancé a ver sus pequeños pies calzados con sandalias tras las puerta del autobús. No negaba sus ganas de desaparecer, no le importaba que todo el mundo supiera que lo hacía. Su pelo gritaba con furia, movido por el gélido viento nocturno, que se iba. La gente sin rostro detuvo sus idas y venidas – el rumbo nunca importaba – sólo por un segundo para mirar como se esfumaba.
Me fijé en que, sin más, todo estaba lleno de arañas. Y no me pareció extraño que vinieran de la cabeza de la joven. Salían por decenas, cientos de ellas. Sólo eran insectos que querían apoderarse de todo a su paso. No, en aquella cabeza nada tenían ya, porque ya estaba muy lejos.
La echo en falta. Sus ojos con prisa, su pelo veloz, sus pequeñas sandalias. Y más ahora, que soy consciente de mi existencia, de mis limitaciones, de mis cadenas. Ya no veo ni playas, bosques ni enormes ciudades – tan grandes como países – que me ciegan con su luz.
Estoy atrapada en la red que aquellas arañas – u otras quizás, no les he preguntado dónde habían estado antes – tejieron en mi cabeza. Aquel día, más bien noche, tras ver huir a las arañas, tuve el impulso de seguir esas sandalias, esos ojos, ese pelo que suponían tantas promesas, tanto futuro.
Entonces, me di de bruces contra el cristal de mi propia existencia y comprendí, no sin dolor, que estaba atrapada por una mampara que me impedía avanzar.